Podía levantarme un poco más tarde, pero me he levantado a la hora de siempre. No me importa madrugar. Hacía mucho frío y he llegado con la manos rojas al metro. Tan rojas como mis zapatos, o más que mi corazón. Para llegar a mi destino tenía que coger el metro, unas ocho paradas. Genial. Me daría tiempo a terminar las últimas diez páginas del libro que me estaba leyendo. Me ha encantado. Y tenía ganas de terminarlo y no. Después he empezado otro que me habían regalado en Navidad.
No me esperaba gran cosa tras las ocho paradas de metro. A la salida estaba el reluciente sol de invierno que tiene esa luz más blanca que amarilla, no tendría que estar en la oficina desde primera hora y además tendría tiempo para leer y dejar de pensar en mis cosas, que me están volviendo loca.
Un viaje de vuelta en metro de otras ocho paradas, más o menos, y 20 minutos de autobús culminan la mañana. Podría seguir leyendo. Podría seguir sin pensar. Perfecto.
Pero ahora mi destino es el lugar donde paso la mayor parte de mi tiempo. Y donde no paro de pensar. Y vuelvo a estar como siempre. Como siempre últimamente. Y a la mierda.
3 comentarios:
Lo peor de todo ..., es no poder apreciar la música, los libros, el color del sol en un día de invierno, los amigos,... tantas cosas.
¿No me había importado --- más que mi vida? ¿Podía yo entonces concebir mi persona sin que continuara mi amor por ---? Ahora bien, ya no la amaba, era no el ser que la amó, sino otro diferente que no la amaba, había dejado de amarla cuando pasé a ser otro. .... Y, sin embargo, ¡qué poco me importaba ahora no amarla ya!
Publicar un comentario